La lucha por la tierra
Los problemas agrarios siempre han estado presentes en la historia del conflicto armado. Desde el origen de algunas guerrillas colombianas, pasando por la permanencia de miles de hectáreas plantadas con cultivos ilícitos, hasta las reclamaciones de comunidades enteras de campesinos, afrodescendientes e indígenas por sus tierras despojadas.
Pero estos problemas no son fáciles de comprender: están llenos de tecnicismos y su historia es tan antigua como la época colonial. Desde 1936, diferentes intentos de reforma agraria han procurado, sin mucho éxito, redistribuir la propiedad rural, pues esta ha estado concentrada en pocas manos.
La inequidad es extrema. El Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), entidad encargada de realizar la cartografía oficial del país, utiliza un índice internacional conocido como Gini para establecer la gravedad de la desigualdad en la propiedad de la tierra en cifras entre el 0 y el 1. El Gini colombiano es de 0.88, lo que quiere decir que si diez personas tuvieran un pastel, que simboliza el total de tierra en Colombia, y lo partieran en diez pedazos, una sola persona poseería casi nueve de ellos.
Frente a esta desigualdad, las políticas del Estado se han concentrado en entregarles baldíos (tierras que pertenecen a la Nación) a la gente que no tiene predios, pero no ha puesto trabas efectivas al acaparamiento masivo de extensos territorios, lo que a fin de cuentas ha perpetuado dicha inequidad. El 20 de julio de 2018 el Gobierno radicó el Proyecto de Ley 003, que busca derogar la Ley 160 de 1994 o Ley agraria colombiana, generando preocupación entre las comunidades rurales, que advierten contradicciones de esta propuesta con el Acuerdo de Paz y la prometida Reforma Rural Integral (RRI).
Pero entonces, ¿qué hacer con la tierra? Sobre el papel, el Estado regula el mercado, entrega los títulos y formaliza la propiedad, pero en la práctica el mercado de tierras carece de una seria regulación y se caracteriza por su alta concentración e informalidad, lo que ha facilitado, entre otras cosas, la entrada de grandes multinacionales mineras y agroindustriales al país. Este modelo de desarrollo a gran escala, en muchas ocasiones, choca con los derechos de diferentes comunidades rurales que han sido víctimas del conflicto armado, quienes reclaman que “la tierra es para quien la trabaja”, exigiendo el derecho a ser campesino, afrodescendiente o indígena.
Prueba de la poca regulación estatal en materia de tierras es que en Colombia no existe un catastro actualizado que le permita al Estado saber quién tiene qué y para qué. El catastro es el elemento mínimo para diseñar políticas públicas serias que ayuden a resolver el problema de la propiedad. Además, permitiría manejar una carga de impuestos más equitativa y el impuesto predial podría cobrarse según la cantidad y la calidad de la tierra que cada uno posea.
En este desorden institucional, diversos actores del conflicto armado, muchas veces en alianza con terceros (como funcionarios del mismo Estado, políticos, notarios, empresarios e integrantes de élites locales), se han apropiado de tierras y territorios para diferentes propósitos, aumentado dicha concentración y dejando miles de víctimas a su paso.
Para pasar algún día la página del conflicto, Colombia actualmente se debate entre el deber de reparar a sus víctimas y el interés por continuar basando su economía en las regalías y utilidades que le dejan el ingreso de grandes empresas extractivistas y agroindustriales. Al principio del gobierno Santos se abrió una pequeña ventana para la restitución de tierras despojadas; pero al mismo tiempo, se abrieron las puertas a la explotación minera y agroindustrial en vastos territorios marcados por la violencia. Hay gente que reclama la misma tierra para beneficiarse de la productividad del campo y otra, como un derecho despojado.
Repartir VS acumular
La tierra y el conflicto armado son dos personajes de una misma historia.
En el conflicto armado los problemas agrarios han variado de modo y lugar. Van mucho más allá de la estrategia militar que lleva a cabo un actor del conflicto al ocupar físicamente un territorio para consolidar su poder y asegurar rutas del narcotráfico. Lo agrario también hace parte del corazón de la guerra y depende de los intereses particulares de cada actor del conflicto en cada periodo de la historia.
Sin irse muy lejos, hay una buena razón por la cual el primer punto del Acuerdo de Paz con la exguerrilla de las Farc es la llamada Reforma Rural Integral. El origen de esa y otras guerrillas como el Epl está atravesado por el interés en aumentar el acceso a tierras de las clases populares. Históricamente, las Farc han puesto el tema agrario en el primer lugar de la agenda de sus diferentes negociaciones de paz como el origen del conflicto. Incluso, en su Séptima Conferencia (1982), promulgaron la llamada “Ley 001 de Reforma Agraria Revolucionaria”, inventada por ellos mismos, que buscó regular el acceso a tierra en sus zonas de retaguardia.
Entre los artículos de dicha “ley”, las Farc decretaron que “todas las propiedades o concesiones de compañías extranjeras, petroleras, mineras, bananeras, madereras, etc., quedan abolidas” y pasan bajo control de la guerrilla, además de los latifundios, cuyos terrenos serían entregados a campesinos sin tierra. El Acuerdo de Paz entre las Farc y el Gobierno dista mucho de lo que quería dicha reforma, pues no elimina la explotación y el uso del suelo por parte de empresarios y terratenientes. Lo que en realidad busca la nueva Reforma Rural Integral es aplicar una serie de medidas para la dotación y la formalización de tierra a quienes no la poseen, además de formular y actualizar un nuevo catastro nacional.
La tierra como botín de guerra
Décadas de confrontación entre unos y otros, y el abuso de funcionarios y civiles vinculados con actores del conflicto (sobre todo paramilitares), han moldeado la manera como se divide, concibe y usa el territorio en vastos lugares de la geografía colombiana.
Para la sorpresa de cientos de habitantes del campo, las tierras de las que fueron expulsados a sangre y fuego terminaron en las manos de otras personas, como testaferros de paramilitares, miembros de élites rurales y empresarios que estaban explotando sus tierras. Esta transferencia de terrenos y derechos de propiedad se ha valido de varias estrategias que han involucrado artimañas jurídicas y alianzas con miembros del Estado. Estos son casos de despojo de tierras, cuando los victimarios tienen la intención de usurpar un territorio.
Esta práctica data desde la génesis del mismo paramilitarismo. Basta recordar la palabra ‘Tangueros’, sinónimo de terror en varios pueblos del noroccidente del país en los años ochenta. Así se conoció al grupo paramilitar que delinquía bajo el mando de Fidel Castaño, pues en 1983 despojó una finca llamada Las Tangas en Valencia, Córdoba, que le sirvió de centro de entrenamiento.
El despojo, sin embargo, no es la única forma en la que una víctima ha perdido su predio en un contexto de violencia. Otras miles de personas han salido masivamente de sus parcelas presionadas por la inseguridad de sus territorios: porque, por ejemplo, hubo amenazas, masacres, combates en áreas cercanas o la economía local se vio tan afectada por la guerra que la necesidad las obligó a partir. A estos casos se les ha conocido como de abandono forzado, cuando las víctimas deciden irse por las difíciles circunstancias de la violencia en la región y cuando sus predios no volvieron a ser ocupados.
El Resguardo Indígena del Alto Andágueda, en Bagadó, Chocó, es solo uno de un número incalculable de estos casos. Ubicado en un lugar de alto valor minero por su oro, sus habitantes se desplazaron tras los constantes enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército durante varios años. En 2014, por primera vez para una comunidad étnica, un tribunal sentenció la restitución de la totalidad de su territorio.
Actualmente no es posible saber a ciencia cierta cuántas hectáreas despojadas hay en el país. Dependiendo de la fuente, la cifra puede variar entre 1.2 y 10 millones de hectáreas, es decir, entre la superficie de un país como Jamaica y uno como Corea del Sur. Sin embargo, sí hay pistas sobre cómo y quiénes las han despojado. O al menos, así lo documentó un grupo de investigadores financiados por Codhes y el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia, en un estudio que llamaron “Arañando la superficie: subestimaciones sistemáticas en la política de restitución y sus fuentes”.
Los autores comenzaron citando a la Superintendencia de Notariado y Registro (2011), que clasifica el despojo entre “material”, “administrativo” y “jurídico”.
El despojo “material” se da cuando la víctima expulsada sigue siendo titular del predio, pero su despojador es quien lo ocupa. En muchos casos, sin embargo, los campesinos nunca han tenido los documentos que acreditan sus derechos sobre la propiedad, dada la ineficiencia y falta de integración entre las instituciones que tienen esta responsabilidad.
Los despojos “jurídicos” se dividen a su vez en dos tipos, según un estudio citado por dichos investigadores. Por un lado, aquellos casos en los que las tierras despojadas por vías violentas han sido legalizadas a través de transacciones fraudulentas, como por ejemplo, cuando se falsifica la firma de una persona fallecida para transferir un predio. Y por el otro lado, aquellas que “se derivan del uso de información privilegiada y del poder económico de compradores interesados en la tierra”.
Por ejemplo, casos de empresarios que llegaron a saber cuándo ocurría un desplazamiento forzado para ir a comprarle barato a las víctimas despojadas y revenderle caro a grandes empresas mineras y agroindustriales.
Los despojos “administrativos”, por su parte, se presentan cuando el despojo se da mediante actos administrativos fraudulentos emitidos por las entidades agrarias (Incora e Incoder). Es el caso, por ejemplo, de Chibolo, en Magdalena, donde paramilitares del Bloque Norte de las Auc se apoderaron de múltiples propiedades a través del uso de una serie de figuras administrativas para legalizar los despojos en la región.
Los casos registrados en esta base de datos muestran estas modalidades del despojo, tan complejas que incluyen al sector financiero. Tierra en Disputa busca seguir registrando historias de parcelaciones, resguardos y consejos comunitarios, cuyas tierras y territorios han sido vulnerados y esperan que la justicia les restituya sus derechos después de más de tres décadas de espera.